No woman no cry
De vez en cuando me invade la
nostalgia. La melancolía se me presenta en modo de una incontrolable añoranza
por tiempos pasados.
Tal vez suceda cuando el espejo me
devuelve la infame imagen del paso del tiempo, o cuando me siento patético dando
una desgarbada carrera, carente de todo estilo, porque pierdo el tren. Castigar
mi grotesco cuerpo con este sobreesfuerzo supone necesitar tres días para
recuperarme, hasta conseguir eliminar la agujetas de mis gemelos.
El paso del tiempo comporta una serie
de inevitables cambios, tanto físicos como emocionales, que por mucho que intentemos
evitar acaban haciéndose evidentes. Como mucho podemos encubrirlos elaborando
estrategias propias.
En mi caso he cambiado muchos de mis
hábitos, desde alimenticios o de ocio, pasando por los sexuales. En este último caso puedo decir que el sexo
ya no se encuentra entre mis prioridades vitales, tal y como sucedía en mi
azarosa juventud. Mis polvos sufren ahora el efecto Big Bang: al igual que las
galaxias, van alejándose cada vez más entre ellos. Además, después de un buen
revolcón también necesito un mínimo de tres días para recuperarme, seis si he
tenido que correr para coger el tren.
Ahora que el tiempo me ha convertido
en un hombre civilizado que procura no llevar los mismos calcetines dos días
seguidos y que me lavo las manos después de evacuar, resulta que los recuerdos
que más añoro son los de las desenfrenadas juergas de juventud.
Emplazo mi nostalgia en recuerdos de
adolescencia. Me veo joven, vigoroso, con el pelo largo, divertido,
despreocupado, la mitad del día empalmado, la otra mitad masturbándome. Y sobre
todo: juerguista empedernido.
Fumaba hierba y bebía. Bebía mucho.
Encontraba divertida la vida y bebía para disfrutarla todavía más. Al contrario
de lo que me sucede actualmente, en que bebo porque la encuentro aburrida.
Siempre encuentro un motivo para beber. Creo.
No solo encuentro aburrida la vida
sino también al resto de la gente. Ya nadie me parece interesante. Hablando
todos de las mismas bobadas; esas de las que nos dejan hablar los ricos
mientras ellos siguen haciéndose más y más ricos. Irritables conversaciones
sobre enfermedades y los cientos de pastillas que la gente toma a diario, los problemas
laborales, el fútbol, la crisis, de lo bien diseñada que está la gran mentira
en que algunos han edificado su aburrida vida…un lodazal donde nos dejan
revolcarnos los que manejan el cotarro, conscientes de que nuestro ínfimo
coeficiente no nos dejará nunca asomar la cabeza.
Con suerte, el más afortunado de mis escasos
amigos es capaz de conseguir mantener mi atención durante no más de diez
minutos, siempre y cuando haga tiempo que no nos vemos. Todo y todos me aburren
mucho.
El paso del tiempo me ha convertido
en un solitario que solamente conserva de su juventud la afición a la botella.
Nací, vivo y seguramente moriré en Barcelona,
suponiendo que un día no me dé un infarto en el tren de camino al trabajo. O de
regreso.
Nunca he sido viajero. Como mucho me
he alejado de mi casa lo que el tren de cercanías me permite. Cojo el tren cada
día para ir al trabajo, uno de esos empleos que cualquiera puede hacer y que no
fomentan el crecimiento personal. Cuarenta kilómetros de ida y otros tantos de
vuelta, pero esos no contabilizan para ser considerado un gran viajero. El
resto de mi vida se limita a esperar. Esperar al día siguiente de trabajo. Esperar
a que algún vecino alerte a la policía que mi apartamento desprende un
insoportable hedor a descomposición.
Crecí en la Barcelona de la Perona,
del campo de la Bota y de los quinquis. La Barcelona que vivía de espaldas al
mar; de los chiringuitos de la playa de la Barceloneta; de las calles de
adoquines sobre las que se trazaban los trayectos férreos de los tranvías; de
las vaquerías donde mi madre me enviaba a por la leche con mi lechera de
aluminio. Una ciudad en la que se podía fumar en los bares; en la que por las
Ramblas, que entonces eran para los barceloneses, circulaban los seiscientos y
las motos con sidecar; de las tardes de toros en la Monumental y de las
carreras del circuito de Montjuic. La Barcelona de los periódicos con edición
de tarde; de la primera y el UHF; de las máquinas de escribir y el tippex; del
programa de radio de Elena Francis; de la Semana Santa sin películas ni
anuncios y de los últimos coletazos de la dictadura.
Todas ellas estampas en blanco y
negro en mi memoria.
Una vez superada la dictadura y con
la llegada de las libertades tenemos prohibidas las corridas de toros, beber en
la calle, fumar en los bares, las vaquerías y un montón de cosas más. Incluso
sentarse en la Rambla a tomar el aperitivo se ha convertido en prohibitivo por
culpa de los precios, calculados para los abultados bolsillos de los turistas.
Recuerdo que cuando era joven para
quedar con los colegas debía llamarlos con el teléfono de casa, aquellos negros
de baquelita con una rueda de números. En mi casa teníamos el colmo de la
modernidad: un supletorio de góndola. Ahora llevamos el teléfono en el
bolsillo.
Cuando podía enfundarme en una talla
38 frecuentaba un antro del Raval. Un sótano oscuro con una permanente neblina
en su viciado ambiente, donde sonaban los clásicos de los 60 y los 70.
Bombillas rojas mantenían el local en penumbra, disimulando la mugre y
otorgando un aspecto más místico a los posters que empapelaban sus paredes:
Hendrix, Joplin, Jim Morrison, Dylan…El rectangular subterráneo tenía un techo
abovedado simulando un túnel, eventualidad que el dueño aprovechó para darle
nombre al local: El Túnel. Aunque bien podría haberse podido llamar << La
Cloaca>>. Al fondo se encontraba un retrete en el que alguien en su sano
juicio no se atrevería ni a acercarse. El hediondo olor a orines conformaba una
atmósfera tóxica, asunto que a la selecta clientela de El Túnel no le importaba
en exceso después de tres cubatas de alcohol de barril y unos cuantos canutos.
El propietario y único empleado
también olía a orines. Incluso los repulsivos combinados que servía olían a
orines, o tal vez lo fuesen, quien sabe. Vestía camisetas con variadas
versiones de la lengua de los Stones que se cambiaba aproximadamente cada mes,
posiblemente el día que yo suponía que dedicaba al aseo personal, ya que
coincidiendo con cada cambio de camiseta su cabello también parecía menos
pringoso. Por los que llevaban más tiempo que yo frecuentando El Túnel supe que
le llamaban Micky. Micky ponme una de Led Zeppelin. Micky otro gin tonic. Micky
han vomitado en la máquina de tabaco. Supongo que le llamaban así por su
inclinación por los Stones. Micky fumaba porros, por eso era permisivo con la
clientela a pesar de las redadas. Era taciturno, impasible, poco hablador, de
mirada lánguida y físico de perdedor, pero siempre servicial. Se manejaba tras
la barra con la despreocupación de la experiencia, al tiempo que manipulaba con
habilidad los platos del tocadiscos, ubicado junto a unos enormes cajones de
madera repletos de elepés, singles, y maxi singles de erosionadas cubiertas. A
pesar de que había cientos y cientos de discos, ante una petición, sus hábiles
manos sabían exactamente de donde tenía que sacar el solicitado.
En El Túnel fue donde hice lo más
parecido a lo que podría denominarse amigos. Su ambiente fue mi referente, su
penumbra mi refugio, su bebida mi medicina, su música mi religión, Micky mi
pastor. Una guarida de libertinos en pantalones vaqueros, calzado deportivo, negras
camisetas estampadas de rock y apasionadas chicas sin sujetador que te hacían
tocar el cielo mientras te hacían el amor al ritmo acompasado del <<No
woman no cry>> de Bob Marley.